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No pensaba que me iba a gustar; no pensaba nada, en realidad. Debo confesar que más bien viajaba sin expectativas.
Cuando uno viaja por trabajo la verdad que trae ocupada la mente menos en fantasías e imaginaciones citadinas que en diligencias.
La cabeza queda preñada por tareas que, sí o sí, deben seguirse de un cronograma fiel e inquebrantable.
Así: se preocupa uno de que el avión salga a tiempo, de los taxis, donde comer, que si llega o no llega la traductora, que el hotel en orden, que si las fotos, que si...
Vaya, que no descansa uno. Todo el rato atendiendo a un tiempo el mail, el teléfono, el wasap y todo lo que sucede a nuestro alrededor.
Parece uno tranquilo, conversando liviano, pero no. El cerebro va a doscientos por hora. Aunque sí: ahí está el truco, dar la apariencia de que todo está controlado (aunque no lo esté, y precisamente es en esos casos cuando más templanza se ha de tener y tratar de que nadie note nada, de que nadie se preocupe).
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Uno, cuando viaja por trabajo, tiene la obligación de preocuparse por encima de sus posibilidades para que todos los demás no se preocupen y, aún más, tengan el viaje más placentero posible.
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Pero no podía más, y después de la comida tuve que irme un ratito al hotel a echar una siesta. Llevaba días y días apenas sin dormir, agotado. Pensé en la siesta milanesa y eso me hizo tremenda gracia (imaginando un catálogo mundial de siestas y sus diversas puntuaciones).
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En fin, que al rato ya estaba delante del Duomo y pensé: bueno, en fin, vale. Y no quise subir a la terraza (tremendo error, me dijeron que las vistas son espectaculares).
Y callejeamos, y callejeamos y callejeamos.
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Y Milán me gustó. Y me hizo mucho bien visitarla. Me gustaron sus calles, con sus tranvías, esas radiales que conforman la ciudad. Esa circularidad del latir de la vida de la ciudad: como estando adentro de sí misma y al mismo tiempo siempre presta a perderse en la periferia. Ese ser y no ser a la vez.
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Y me acordé de nosotros, como le sucede a Anna Pacheco en el librito que publicó en Anagrama. Esas formas del turismo contemporáneo, que nos hacen pobres y ricos a un tiempo: visitantes de una ciudad y, al tiempo, catálogo vivo de sus meras distracciones. Turisteamos y somos turisteados al mismo tiempo. Nosotros performamos la experiencia que prevemos (así sea sin expectativas, o con expectativas nulas).
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En un artículo titulado “Dios no es tema de la ciencia”, que publica en su último número la revista Letras Libres, Antonio Diéguez dice que “por su propia naturaleza, la ciencia no puede decir nada acerca de Dios, porque entonces estaría la existencia de lo sobrenatural, lo que queda excluido por su modo característico de explicar la realidad”.
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Antonio J. Rodríguez escribe en su libro El dios celoso (Debate) que “Dios es igual a nuestras creencias”. Y añade, empero: “Creer es legítimo. Creer es necesario”. De lo que se deduce que (estirando el chicle) el turismo es parte de alguna divinidad (ociosa).
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Sentado, sudoroso en la plaza del Duomo pensaba en la fe (que tiene bastante de prosperidad, futuro y esperanza) mientras echaba un cigarrillo, me acordé de lo que dice uno de los personajes de El desierto blanco (Anagrama), de Luis López Carrasco. Y dice así: “La actualidad nos ha convertido en depredadores sin objeto”.
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Válgame dios de querer ser más listo que tú, pero justo por haberme quedado en tierra y no haber subido con el ascensor del Duomo, con el afán de sobrevolar la ciudad con la mirada, apropiándomela toda y, en cambio, favorecer el ritmo del paseo, la ciudad cuarteada y la sorpresa del fragmento (una esquina, un balcón, el vértice de una oscura torre), creo que me escapé de esta voluntad depredadora, pero también de la liturgia de tener que turistear religiosamente la ciudad.
En corto: me dejé llevar por los pies y así tuve tiempo para pensar con el cuerpo, y pensé en ti, y en nosotros. Y en cómo poder hacer de este recuerdo solo mío un recuerdo para todos.
La clave está también en la novela de Luis López Carrasco y en su teoría del recuerdo: contra sumar imágenes, fotografías que luego compartir, es preferible reactualizar la emoción, con palabras, cada vez que te cuente que estuve en Milán y me acordé de nosotros, de todos los viajes que hicimos, de todos los viajes que haremos.