Serafín (y los días raros)
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Así iba a llamarse, Serafín, pero nunca fue. O lo fue por apenas unas horas, unos pocos días. Casi un chispazo de vida.
El proyecto de niño que nunca fue, que no se le dejó ser. Que no pudo ser, más bien.
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Es lo que cuenta Eduardo Laporte en La vida suspendida (Sr. Scott, 2025), su libro de (No) Paternidad. Un libro con héroes y villanos, con caída a los infiernos y resurrecciones.
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Documenta así La vida suspendida los días raros en los que se produce el duelo por el hijo que nunca será. Porque tanto María como Eduardo lo tienen claro, apenas hace unas semanas que se conocen. Ella se ha quedado embarazada sin pretenderlo, además ya tiene otro hijo.
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Laporte se dirige a Serafín, le habla, le escribe, y le pide perdón todo el rato. Y en este libro se le honra, a Serafín, se le rinde homenaje; gracias a este libro, se podría decir que Serafín está un poco menos muerto, o acaso habitando un espacio liminal que no es el de la vida ni el de la muerte. El de la literatura, pues.
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Irónicamente (o no) la Interrupción Voluntaria del Embarazo se produce el Día del Padre, un día de marzo como ayer, pero de hace varios años. Solo hacía dos semanas de que aquel proyecto de vida había comenzado a andar…
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Dice Eduardo Laporte que dice Fernando Marías que “contar es cerrar”. Y es cierto, pero también dice, añade, Eduardo Laporte que “el tiempo cura, pero también mata más, con esa arma de destrucción masiva que es el olvido”. Y es que la vida es mirar hacia delante, pero a la vez hacia atrás y sucede que “algunas presencias, aunque ausentes, no se irán jamás”.
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Y en este libro lo que pasa es el tiempo, la vida. Esa vida que “es duelo, eterna despedida de las cosas”. Por ello, en su pasar la vida es La vida suspendida un libro de lágrimas, de dolor, de días raros. Pero también de introspección, de conocimiento íntimo, de lucha por sobrevivir. Y no solo uno, sino la pareja, que, tras el aborto, propende todo el rato al fracaso. Una pregunta late: ¿es posible superarlo? Y sí, hay momentos de crisis y momentos en los que los demonios internos del propio escritor maquinan para cargárselo todo. Laporte lo expresa así, al decir que le dominaba, en un determinado punto, “el deseo de cagarla hasta el fondo para que todo se vaya a la mierda”.
Es humano, es entendible. La vida también da miedo.
[al final la crisis se arregla, Laporte visita a un especialista por recomendación de su novia]
La clave: el amor. Porque La vida suspendida es un libro lleno de amor.
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La vida suspendida es peregrinaje, artefacto emocional. Es, como afirma el propio autor, “palabrería con vocación salvífica, parloteo atosigante”.
Es tanto un libro de duelo como un libro para postergar el duelo, para clausurar no tanto el dolor y la espera de que el dolor remita como la esperanza de que aquel chispazo fugaz de viva no deje de iluminar nunca.
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La vida suspendida es una extraña penitencia, es tomar conciencia sobre el hecho de que, a veces, la vida escribe guiones malos.
Y, por ello, en estando lleno de vida, de voluntad de vida, que en un determinado tramo se vuelve moroso, necesariamente. Porque se posterga a sí mismo. Nos lo confiesa Laporte: no quiere, no puede dejar de escribir, no puede, no quiere clausurar esta historia.
Y, así (y me vais a permitir que no desvele el final catártico, y lógico) el libro, gracias a la propia vida, es que encuentra su sentido (y su final).
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Esta es la clave del libro; y dejadme decir que es bien hermosa:
“¿Por qué escribir? ¿Por qué contarlo? ¿Para qué todo este esfuerzo? Quizá para compartir la existencia de un amor tan diminuto pero tan puro que nos hizo sentirnos mejores personas y confiar incluso en un mundo menos transido de odio si las distintas almas muertas descubrieran su capacidad de querer que atesoramos dentro”.
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Ningún trabajo de amor es nunca en vano.