Quedarse quieto
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Se impone la idea de que la resiliencia es adaptarse a la adversidad, pero siempre desde una posición activa; no resguardándose en la retaguardia, sino dando dentelladas como un lobo salvaje. Eso es lo que nos dicen los coachs hoy en día.
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La escritora uruguaya Gabriela Escobar nos cuenta, por el contrario, en su novela Si las cosas fuesen como son (HyO editores), que la mejor forma de avanzar, en ocasiones, es quedándose quieto.
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Y ahora quiero servirme del menesteroso truco del relato ajeno para contaros algo.
En 1925, Stefan Zweig publicó un relato en el suplemento literario de la Neur Freie Presse.
El cuento lleva por título “La colección invisible”.
En él se nos cuenta la historia de uno de los anticuarios más respetados de Berlín, en una época en la que “el valor del dinero se ha evaporado como el gas”; una época pues no tan distinta de la nuestra.
Siendo que los nuevos ricos no hacen más que comprar mercancías valiosas, el pobre anticuario se ha quedado sin mercancía nueva que vender y decide revisar los libros de cuentas para tratar de engatusar a algún viejo comprador a quien esquilmarle algún duplicado. Y así es como da con quien “probablemente era nuestro cliente más antiguo y a quien había olvidado”, pues ninguna noticia había tenido de él en los últimos diez años.
Así las cosas, ese hombre, de estar vivo habría de rozar ya los ochenta años.
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Y ahí se dirige nuestro pobre anticuario berlinés a una de las ciudades de provincia más increíbles de Sajonia, al encuentro del viejo coleccionista (que sí, para su sorpresa, sigue vivo), “Consejero Económico y Forestal fuera de servicio, teniente fuera de servicio y poseedor de la Cruz de Hierro de primera clase”.
Al comienzo, el hombre le recibe con recelo, pero pronto, al ver su interés en la colección que atesora, fruto de toda una vida de ahorro, su actitud cambia. Así lo expresa el propio coleccionista: “en sesenta años no ha habido ni cerveza, ni vino, ni tabaco, ni viajes, ni teatro, ni libros, solo ahorro y más ahorro para ellas [las láminas de su colección]”.
La colección de este anciano es trabajo de toda una vida.
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Pronto la situación comienza a enrarecerse y no entendemos muy bien qué pasa. La mujer le pide al anticuario que venga después de comer, y le pide que antes hable con su hija.
Entonces es cuando entendemos lo que sucede…
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A la hora convenida, la hija del coleccionista se acerca al hotel a recoger al anticuario, después de la comida, y juntos se dirigen a la casa del coleccionista.
Este, con la ayuda de su mujer, va abriendo con mimo y pasión cada una de las carpetas, amontonadas sobre la mesa, en tanto que el hombre, el coleccionista, se deleita recordando todas y cada una de las ilustraciones que en ellas se guardan, con tierno cuidado, con la punta de los dedos y de manera muy cautelosa y suave. Sosteniéndolas con entusiasmo, el coleccionista muestra cada una de las reproducciones: aquí un Durero, allá un Rembrandt.
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Pero algo falla, algo no cuadra.
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Y lo que permite el engaño es la ceguera del hombre; no metafórica, sino real. El coleccionista está ciego y no consigue darse cuenta de que lo que tocan sus dedos no son más que reimpresiones baratas o amarillentas hojas en blanco.
Su colección no existe.
[no existe más que en su imaginación]
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El coleccionista de Sajonia confía en que, tras su muerte, su hija y su mujer puedan vender su colección y hacerse ricas; y, para tal fin, encomienda al anticuario de Berlín que sea quien ejecute su disposición testamentaria y consiga los mejores precios.
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El anticuario nos confiesa que al ver “a esa persona engañada de manera conmovedora” (por causa de la posguerra y la inflación de precios la mujer y la hija han debido ir vendiendo la colección, dejándose engañar -ellas también- por multitud de buitres) le recorrió un escalofrío por la espalda.
Sin embargo, advierte también la alegría del hombre, “que parecía haber rejuvenecido treinta años”. Y todavía más, sabiendo que había venido a tratar de sacarle algo al coleccionista a buen precio y no lo había conseguido, admite no obstante que “lo que me llevaba era más de lo que habría deseado: en tiempos de aburrimiento y pesadumbre pude volver a sentir el puro entusiasmo vivo, una especie de éxtasis espiritualmente iluminado y completamente centrado en el arte, que nuestra gente parece haber olvidado hace mucho tiempo”.
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El relato de Zweig, en su a veces carencia de verosimilitud, se sostiene por lo que tiene de fábula. Y es que fía todo su esplendor a una imagen final: la de aquel coleccionista ciego que, asomado desde la ventana del primer piso, sostenido por su hija y su mujer para que su entusiasmo no provoque que caiga al vacío, agita su pañuelo y le desea al anticuario buen viaje, ”con la voz jovial y fresca de un muchacho”.
Así lo expresa el anticuario: “La vista fue inolvidable para mí: el rostro feliz del canoso anciano, allá arriba en la ventana, se cernía por encima de toda la gente gruñona, acosada y atareada e la calle, como levitando por encima de nuestro repelente mundo real desde la blanca nube de una locura benevolente”.
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Si nos fijamos, todos en este relato fingen y, a la vez, están siendo engañados: los nuevos ricos porque saben que pagan un sobreprecio, el coleccionista que finge ver lo que no ve (ahora volveré sobre esto), la hija y la mujer del coleccionista que son engañadas por los marchantes y el anticuario que se presta a toda esta pantomima (porque él también sale beneficiado espiritualmente).
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Es en la actitud del coleccionista donde quiero detenerme.
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Es difícil de creer que no sepa lo que está sucediendo; más bien es imposible no creer que su credulidad sea fingida (como la de todos los demás, por otra parte).
Intuimos que lo sabe, pero que, aun así, mantiene el secreto.
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Y es que la resiliencia no es más que un engaño, una apariencia (es un hacer ver que nos quedamos quietos).
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De todo ello se deduce una conclusión terrible, pero clarividente. Y es que, por muy extravagante que nos parezca, la felicidad es siempre una suerte de fingimiento. Se basa, de suyo, en un anclaje real, pero insuficiente, y es la resiliencia humana la que provoca el sortilegio.
Dicho de otra manera: la felicidad es un arte y, como tal, se fatiga y transita largamente y con esfuerzo para, finalmente, disfrutarla.
Por resumir: la felicidad, como el arte, es el secreto mejor guardado de los seres humanos.