La escritura hoy solo puede ser un diario secreto
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Cuenta Stephen Walker en Más allá. La asombrosa historia del primer humano que viajó al espacio (Capitán Swing, 2023) que el responsable de la formación de los seis “hombres extraordinarios”, los seis cosmonautas elegidos para la primera misión tripulada al espacio por la URSS, los así conocidos como Los Seis de Vanguardia (de entre los cuales sería finalmente el elegido Yuri Gagarin), tenía un diario oculto.
El estalinista Nikolái Kamanin era un aviador legendario y Héroe de la Unión Soviética. Nos cuenta Walker que Kamarin era “un hombre robusto de ojos penetrantes y pelo ralo que por entonces contaba con cincuenta y un años” (estamos hablando del año 1961). Un hombre que rara vez sonríe. Un hombre que tenía un secreto.
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Con la escritura de ese diario, Kamanin desafiaba todas las reglas de su país y corría un enorme riesgo personal. Nos dice Stephen Walker: “Escribir un diario, sobre todo con aquel nivel de responsabilidad en el programa espacial soviético, era un delito grave. Y, sin embargo, él lo hizo de manera ininterrumpida desde 1960 hasta finales de la década de 1970. Sus entradas arrojan un rayo de luz sobre un mundo a menudo impenetrable y envuelto en mitos, falsificaciones y teorías de la conspiración, incluso hoy en día”.
Y añade: “Kamanin es como una cámara oculta en el meollo de los acontecimientos, una fascinante mirilla en la pared, aunque con sus puntos débiles”. Y aún más, nos dice: “En ocasiones, sus observaciones están distorsionadas por sus prejuicios personales y por la amargura, pero también rezuman una mirada personal auténtica y, a veces, un profundo afecto por los cosmonautas a su mando”.
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Ahí está lo que nos interesa: “una mirada personal auténtica”; esto es: la posibilidad de alcanzar una verdad.
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En la última novela de Patricio Pron, La naturaleza secreta de las cosas de este mundo (Anagrama,2023) se barrunta precisamente lo contrario: la imposibilidad de narrar el mundo, la imposibilidad de conocer el mundo, nuestro mundo (y a nosotros mismos).
En ella también hay un secreto: un hombre (un padre) que desaparece.
Y nadie sabe por qué ni cómo.
Contrariamente a la visión de Kamarin (una visión siglo XX), aquí el conocer los hechos no nos da ni las razones de los mismos, ni la verdad sobre su auténtica naturaleza.
En esta visión desde nuestro siglo XXI (la novela se desarrolla en las primeras dos décadas de este siglo, en dos narraciones separadas que implican dos puntos de vista) no queda ya la posibilidad de narrar el mundo desde el yo. El sujeto contemporáneo ha de aceptar que ya no puede narrarse, sino ser narrado.
Se trata de una conclusión brutal, pero liberadora.
Y su corolario: en la novela, nadie se oculta, pero todos desaparecen. Nadie persigue, y así nadie ha de ser descubierto pues, en fin de cuentas, es irrelevante.
Irónicamente, las consecuencias son las mismas que en la época del estalinista Nikolái Kamanin, ya que el silencio, el olvido, se consigue igualmente aquí, solo que a través de un pacto tácito, no coercitivo, pero igualmente efectivo.
Formas diferentes, mismo resultado.
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Paradójicamente, también en la novela de Pron se defiende la primacía de la escritura como forma de conocer el mundo, y ello porque la escritura está presidida por una intensidad mayor que la de lo real, y es ahí donde se manifiesta la naturaleza secreta de las cosas de este mundo. Un secreto caracterizado por la indeterminación y la huida, el doblez y los fantasmas.
Y no se me escapa que aquí hay una paradoja: el artista ya no es capaz de percibir ni representar el mundo, pero, sin embargo, la escritura (la escritura secreta, pues) sí sigue siendo capaz de atravesar las capas de misterio de la naturaleza última de la realidad.
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Ha de hacerse aquí un matiz (blanchotiano, por así decir). Y es que sigue existiendo la subjetividad, solo que se trata de una subjetividad sin sujeto. Y ello se percibe como una desgarradura, un desprendimiento.
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Escribe Pron: “Necesitamos la ficción para convencernos de que las cosas pueden ser distintas de como son, para continuar creyendo que existe algún tipo de diferencia entre lo que hacemos y lo que -aparentemente, “sólo”- imaginamos y porque, en nuestro deseo de comprender la naturaleza secreta de las cosas de este mundo, sentimos una necesidad irreprimible de consuelo”.
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Así las cosas, os preguntaréis, Pepe, ¿y entonces qué?
¿qué nos queda?
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Muy sencillo: el entusiasmo.
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Entusiasmo por querer buscar consuelo, orden y dirección, sentido y distancia de nuestro mundo.
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La diferencia con la época de la Guerra Fría es que allá el secreto condenaba, debía esconderse, estaba prohibido. Ahora el secreto está ahí a la vista, al alcance de todos. No se esconde. Y justo por eso es más peligroso que nunca.