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Solo me ha sucedido en dos ocasiones. La primera en el suplemento cultural de un diario de tirada nacional y en la segunda en un programa de radio de una emisora de ámbito nacional.
En ninguno de los dos casos se me ha citado explícitamente, pero se ha hecho a sabiendas de que yo lo iba a saber (no había forma de que no lo supiera).
En ambos casos se ha cogido un hecho nimio, casi intrascendente, para hacer con él una causa suprema sobre un valor universal, una virtud y un modo de comportase. Esto es: se me ha utilizado como cabeza de turco, por decirlo así, para que esas dos personas que me han acusado en público pudieran hacer una soflama virtuosa de su intachable moral. Vaya, que les ha servido para proponerse frente a la opinión pública como valedoras de una moral y una honestidad irreprochables.
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En ambos casos puede que el público general no sepa de quién se está hablando, pero no así yo, ya que se incluyen datos, hechos que forman parte de la intimidad y privacidad que compartía con esas dos personas.
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Vaya: no hay forma de legitimar que eso no es un ataque privado realizado en una arena pública.
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¿Es una venganza?
No, es algo más perverso; y pedestre a la vez.
Porque de lo que se le acusa a uno son digamos pequeños deslices sin importancia, cosas muy muy menores que quizá puedan haber molestado o sentado mal, pero nada de consistencia.
No son grandes faltas que ha hecho uno, ni nada especialmente reprobable o categórico. No, ya digo: menudencias e intrascendencias del día a día que sí, que quizá hayan podido causar una leve fricción o molestar, pero nada más: anécdotas, pues.
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Así las cosas, quien utiliza un medio público para reprobar algo privado y además lo hace de una manera sinuosa y sibilina lo que procura es que su mensaje quede cristalino y le llegue al destinatario al tiempo que se lava las manos. Porque este tipo de acusaciones se realizan siempre convenientemente mezcladas con otras cosas, porque caso de ser estas personas reprobadas por su comportamiento siempre se puede esgrimir que, en realidad, no es así, sino que es una mezcla de cosas. Y que no, que si uno interpreta que es un ataque personal eso no evidencia sino la propia vanidad de quien cree verse reconocido.
Por ello son ataques perfectos, o casi perfectos. Porque a veces no se mide bien la adecuada mezcla de variables y el ataque queda bastante escorado hacia un lado, y se hace más que evidente que es un ataque personal (y quien lo ha realizado ya no puede escurrir el bulto); exigen una cierta maestría, vaya.
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De cualquier forma, cuando alguien utiliza su trabajo y el espacio que le dan los medios para ejercer su profesión para deslizar ataques personales, ya ha traspasado una línea roja.
Es, cuanto menos, poco ético.
Y mezquino.
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Una consecuencia de estos ataques mediáticos es que siempre desestabilizan al destinatario, le dejan dudando de sí mismo al tiempo que lo sumen en un estado de indefensión bastante incómodo. Porque la lógica es esta: ¿si alguien ha utilizado ese espacio para atacarme de esa forma virulenta… no será que a lo mejor tiene (algo de) razón?
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Estaba estos días hablando con un escritor y periodista al que un gran diario nacional le hubo de dedicar la portada hace unos años acusándole de prácticas económicas con el gobierno nacional quizá no delictivas, pero sí dudosas. Y era una acusación falsa, o tal vez sesgada, mejor dicho. Sí infundada, pero no sin fundamento, ya que toda mentira siempre tiene que agarrarse a un pedacito de verdad. Así: había una muy leve razón para montar un caso y de ahí se elevaba una acusación formal bastante exagerada y tendenciosa.
Le pregunté a este hombre que cómo vivió todo aquello (en su caso los intentos de acoso y derribo duraron casi seis meses) y se encogió de hombros.
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¿Cómo defenderse cuando le acusan a uno de cosas falsas (pero que no se pueden elevar judicialmente a un juzgado porque no pueden considerarse ni delito ni mera calumnia ya que no se le nombra a uno explícitamente)?
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Pues a veces no queda otra que callarse, romper relaciones.
E irse a otra cosa mariposa.
Porque hacer un caso de eso le deja a uno en evidencia: esto es, queda uno como un vanidoso. Y, en verdad, es más bien al contrario, pues la presuntuosidad de quien acusa creyendo que quedará impune es manifiestamente vanidosa.
Pero, ay, en la vida siempre hay cosas que parecen una cosa y son en verdad otra. Espejismos; sí, espejismos de la vanidad.