El nombre no hace a la cosa
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Así que estaba esta tarde en una de esas tiendas chic de Passeig de Gràcia comprando un regalo y admirando el género y, asombrado, pensaba en mí mismo y, al tiempo, me veía yo pensando sobre mí, pero estando afuera de la escena. En fin, como si me estuviera grabando a mí mismo con el dron.
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Es estúpido, pero es real. Y es lo que siento últimamente: que soy yo mismo, pero como a ráfagas. A veces sí y a veces no. Yo mismo realidad, yo mismo una construcción que se sostiene por la mera fe que le profeso. Y he de confesar que me cuesta lo suyo seguir sosteniendo esta edificación moral en las últimas semanas.
Pero me obstino, y mantengo a flote el castillo de arena.
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“Olvido y recuerdo de manera constante y lo que se crea no es un camino, no es algo lineal, son más bien algo parecido a la mancha que un líquido crea sobre una moqueta” escribe Emili Albi en Esta vana esperanza (Pez de plata, 2024).
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Uno es mancha, pero es también moqueta al mismo tiempo.
Es suciedad y pulcritud.
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Y lo mismo aplicado al lenguaje: uno es palabras, muchas palabras, montones de palabras. Y, al mismo tiempo, uno es silencio, inefabilidad.
[El silencio es pacífico, pero el lenguaje violenta y, por lo tanto, modifica. Y es, además, volitivo; opcional, pues]
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De esto mismo habla el editor y escritor Emili Albi (Valencia, 1979) en Esta vana esperanza, una suerte de ajuste de cuentas (aunque el autor lo reprima) con su padre. No, no es realmente un ajuste de cuentas, es más un reclamar a la vida lo no satisfecho. Pues, en verdad, hay menos de amargura que de incomprensión en esta suerte de memoir.
En corto: que Albi intenta entender (hipotetizar, colegir) si los silencios entre él y su padre encubrían una suerte de amor sin palabras.
Y es difícil asentir, ya que entrambos existe “algo invisible, una electricidad que no nos permitía la cercanía”, nos dice Albi. Una incomprensión, añado yo, que los mantiene cercanos (en el espacio), pero habitando mundos diferentes y acaso irreconciliables.
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Así lo expresa Albi: “Éramos dos sordos que nos hablábamos a gritos porque pensábamos que el otro no nos oía, cuando lo que pasaba era que usábamos lenguajes diferentes, con gramáticas y abecedarios distintos”.
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Con ello, de una forma un tanto oblicua, trata Emilio Albi de asemejar el cariño a lo inefable de la literatura y los vaivenes del afecto. Y se pregunta, obstinado: “¿se puede hablar sin palabras?”. Se lo pregunta al respecto de la vida de su padre (y la suya), pero también en los momentos finales de la vida del padre, cuando ya sedado, en el tramo final de un cáncer terminal, el autor se acerca a su regazo y trata de entablar un diálogo con este. Y nos dice: “Al final, cuando ya era tarde, traté de comunicarme con él”. Y añade: “¿Qué le tenía que decir a mi padre que no le hubiera dicho en mis cuarenta años de edad? ¿Qué?”.
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En última instancia, nos acaba confesando que “no supe decirle nada. Ni lo siento. Ni te perdono. Ni te quiero. Nada.”
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El libro es un crecer hacia el pasado, à-la-Marsé, y termina con el mismo nacimiento (re-creado) de Emilio Albi, en 1979. Bueno, más bien unos días después, ya que el autor nació un 30 de agosto y la acción se sitúa en torno al cinco o seis de septiembre.
Con ello, el libro se constituye en una suerte de borramiento y, al mismo tiempo, en una especie de fijado. Lo confiesa el autor en la página 103 de su libro, cuando refiriéndose a la escritura del mismo, nos dice que “yo, que esperaba encontrarlo por primera vez en mi vida [a mi padre], cuanto más intento asirlo, definirlo, traerlo, él más se obstina en perder consistencia”.
De esta forma, Albi deja clara la tesis de su libro: pues que se puede querer más a alguien muerto que vivo. Dice: “la ausencia es un potenciador del sentimiento”. Y, en siendo cierto, también es una trampa, ya que se construye en falso (literariamente) lo que nunca existió.
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Escribe Emili Albi: “Yo no sé si lo quiero más ahora que está muerto que antes. No sé, de hecho, si lo quise o lo quiero. Lloré mucho cuando murió. Y lloré mucho por él, en vida”.
Y concluye: “no era un padre, era un tutor”.
Y aquí reside para mí la máxima del libro: ser padre es un constructo y, como tal, se ha de trabajar, sostener, remodelar eventualmente y limpiar de polvo.
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Confiesa el autor que hubo de construirse por sí mismo una suerte de modelo masculino al estilo patchwork, con retazos de aquí y acullá, ya que “él [su padre] no mostró nunca demasiado interés en ofrecerme su patrón y yo tampoco lo busqué jamás, así que me fabriqué uno por mi cuenta”.
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¿Puede considerarse esto una suerte de orfandad?
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Hay una frase terrible en el libro de Albi, cuando dice que su padre nunca tuvo la mirada amorosa de un padre.
[¿Puede considerarse esto una suerte de orfandad?]
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Y es que, por mucho que se obstine la lingüística, el nombre no hace a la cosa.
Lo demás, sí, es literatura; añoranza, pues.