El hedonista cínico
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Atentos al décimo dicho de Luder.
Es tal que así:
“-Una cualidad que te envidiamos es haber logrado siempre evitar las discusiones- le dicen a Luder.
-No veo por qué. Entrar en una discusión es admitir por anticipado que tu contrincante puede tener razón.”
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Dichos de Luder, de Julio Ramón Ribeyro acaba de ser publicado por La caja books.
El libro pone en juego una máscara que le sirve al escritor peruano para exagerar y expresarse en libertad, como nos dice en el epílogo Jorge Coaguila.
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Dichos de Luder fue rechazado, en virtud de su brevedad, por la editorial Tusquets. En 1989. Se publicaría en Perú, ese mismo año, en la editorial Jaime Campodónico.
En España restaba inédito.
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Pero volvamos a Luder.
No solo se trata de que el contrincante de uno tenga potencial razón (como nos dice Luder), sino que uno pierda la razón frente a este. Dicho de forma breve, al gusto de Luder: hay discusiones que no merecen ser discutidas; pues darle la razón al necio es como atragantarse de aire.
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Este dicho décimo (el libro está compuesto por cien dichos) me ha tenido pensando hoy (o quizá ayer, o quizá toda la semana). Y es que me encuentro en unos días en los que la amenaza de conflicto sobrevuela todo el rato mi entorno.
Y me voy con Luder: mejor no entrar (o vernos inmersos inopinadamente) en litigios que dan la razón a los otros.
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Hoy (o ayer, ya no me acuerdo) tuve también una conversación telefónica larga con una terapeuta que me llamó para invitarme a una sesión de terapia grupal, pero que, tras nuestra extensa charla, me invitó a no incorporarme.
Esto es algo que a Luder le podría haber hecho gracia.
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En el dicho treintayseis apunta Luder lo siguiente: “Cierto desorden es necesario para sentir la cálida palpitación de la vida”
Una absurda discusión no representa el palpitar de la vida, sino más bien su lenta decrepitud.
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Y otra vez Luder (dicho cuarenta y cinco): “Casi todos los grandes escritores son unos pesados. Solo la muerte los vuelve frecuentables” (se refiere, en particular, a Goethe, Stendhal y Joyce)
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Y uno más (dicho cuarenta y ocho): “Las personas incapaces de recordar son incapaces de amar”.
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El solitario Luder, escritor peruano exiliado en París con la única compañía de su criada y rodeado de su amada biblioteca, quien solo recibe a los amigos de tanto en cuanto, es un hombre que elige “la virtud por omisión”, un hombre atento a lo desconocido.
De él, nos cuenta Julio Ramón Ribeyro en el prólogo, que bebía solo vino tinto y burdeos (de ahí viene su hedonismo) y que hace dos años que no tienen noticia de él, y que puede que viva en el valle del Urucamba, cerca del Cusco, “con una campesina jovencísima y analfabeta”, pero que también puede que ser que este en otro retiro y que quizá puede estar escribiendo su gran obra o que acaso haya abdicado de toda responsabilidad literaria.
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Luder nos asombra con su cinismo, con su no tomar en serio nada.
Y nos divierte.
Sus dichos (breves) nos hablan de un escritor marginal, sin apenas relevancia pública, que ha venido publicando en editoriales subterráneas, pero que, sin embargo, vive su vida en función de la literatura.
En su tragedia encontramos su heroísmo.
Y en su renuncia a las certezas es donde brilla con el fulgor de sus enigmas.
[No en vano, dice en el dicho noventa y siete que “Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas”]
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Luder es un hombre individualista, que busca su propia palabra; un hombre abstraído en su propio mundo. Que da vueltas alrededor de sus recuerdos más queridos, en particular a su fracaso, al que estima y que, en cierta forma, es su manera de estar en el mundo.
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Luder, el hombre de la “minúscula celebridad” nos ofrece en este librito de Ribeyro parte de su sabiduría y su visión del mundo (o la del propio Ribeyro, que para el caso es lo mismo). Una sabiduría que, igual que la forma aforística en la que se nos dispone, es reversible, juguetona y simpar.