De cuando volábamos salvajemente tratando de atrapar pájaros de fuego
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Todos queremos, necesitamos, deseamos y añoramos ser parte de algo. Es necesaria la pertenencia a un grupo, creemos imprescindible que nuestra individualidad sea rehogada con el lubricante del nosotros, con la fuerza conjunta; pensamos que un yo huérfano es una tragedia.
La trascendencia pasa por la conmoción colectiva, el impulso de un conjunto de almas que resuenan en una misma longitud de onda: sin eco no hay revolución.
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Eso creemos.
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Y para ahondar en este asunto regresa el escritor argentino Matías Néspolo a la novela con Una fábula sencilla (Candaya, 2024), tras Con el sol en la boca (Libros del Lince, 2015) y Siete maneras de matar a un gato (Libros del Lince, 2009).
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Una fábula sencilla es una narración engañosamente fácil.
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Nada sencillo es fácil.
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Es un engaño de la percepción, también del lenguaje.
Porque la sencillez nunca es facilidad.
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Siguiendo con la narrativa de personajes desarraigados que ha caracterizado su obra (aunque se puede decir que han ido evolucionando de la desesperación a la huida y de ahí al desamparo), Matías Néspolo nos cuenta en esta ocasión la historia de un grupo de poetas latinoamericanos en Barcelona. Emigrantes siempre al borde del abismo que, tratando de sobrevivir, caerán en una trama criminal.
Así, con un andamiaje de novela policial, Matías Néspolo nos habla de los sueños perdidos, de la dificultad de sobrevivir en un país, una ciudad que no te son propios.
De los márgenes, y de la literatura.
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Y de dos fábulas: la fábula de la literatura, y la fábula de la supervivencia. Dos niveles con reminiscencias esopianas que, aun sin traer una voluntad moral, sí nos confrontan con nosotros mismos y con nuestro destino. En particular, con la manera (imaginativa o prosaica) que cada quien escoge para dar sentido a su vida y, así, se arma su propia fábula.
Porque sucede que, como escribe Néspolo en la página 106 de Una fábula sencilla, “La triste prosa de la realidad siempre fulmina el lirismo de cualquier recuerdo”.
Se podría decir que Una fábula sencilla conspira contra la terca veracidad de esa frase.
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En Una fábula sencilla se nos habla también de esos momentos cósmicos, que suelen coincidir con la juventud más lozana y vibrante, en los que algo mágico sucede. Aquí se concreta en un grupo de poetas y escritores que buscan con fiereza ese pájaro de fuego de la excelencia, de la verdad literaria, del secreto del mundo, durante “salvajes madrugadas gastadas en vano”.
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Con ello, Una fábula sencilla (y gracias a su narración en retrospectiva) reflexiona sobre lo que pasó y pudo (o no pudo) ser, lo que se quiso y lo que no, lo que se soñó y luego cayó en el olvido. También de la resistencia en el ministerio de la literatura, de la dificultad de sostener una vocación contra la impiedad del mundo y del engaño de satisfacerse de “la carroña del propio deseo, en la saciedad del goce”.
El narrador lo expresa de una forma bien elocuente. Dice así: “Nunca fui tan idiota como para creer que con la poesía, el amor o la mística pudieras recuperar la pureza; pero cuando la mierda te llega hasta el cuello en serio, no tenés más jabones que esos con qué lavarte”.
Y sí, es cierto lo que nos cuenta Gabriel, el narrador de Una fábula sencilla, pero también está el libro, el propio libro que escribe Gabriel sirviéndose de las manos de Matías Néspolo. Y el mismo libro es la evidencia de que, despojándonos del pasado, casi podemos llegar a rozar con los dedos la inocencia de ese niño que fuimos, que juega y crea inocentemente.
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Y eso, justo eso, es la poesía: imponer el juego libre y creativo (desinteresado) sobre el absurdo de un mundo que no hace más que repetirse una y otra vez.
Como regalo en exclusiva para Vds., los lectores y lectoras de El club de los miércoles, le he pedido a Matías Néspolo que nos hable de la gestación de Una fábula sencilla.
Y esto es lo que quiere compartirnos:
“Hay algo pirandelliano en el origen de Una fábula sencilla, como si la novela la hubiese escrito otro, alguien que no soy yo. De hecho fue un personaje secundario e imprevisto el que impuso su voz desde los primeros capítulos, como si necesitara contar su versión de la historia, ajeno a mi voluntad. Es muy curioso, porque siento que el relato no es mío sino de quién lo narra.
Hace años escribí un cuento que publicó Trampa en la antología Barcelona-Buenos Aires (once mil kilómetros) en el que el Tano Castiglione, el protagonista de mi segunda novela, Con el sol en la boca, narraba una escena en el Raval junto a un amigo que no estaba pasando por su mejor momento. Lo llamaba despectivamente el Metafísico, y el Tano era muy duro con él, injusto y hasta diría que un poco cruel. Yo entonces no lo sabía, pero ese personaje maltratado por el cinismo de aquel narrador era Gabriel, el artífice de esta novela. Muchos años después de aquella escena, el Metafísico exigiría contar su propia versión, qué había sido de él y de aquel grupo de jóvenes latinoamericanos con ínfulas de poetas, ahora que ya no eran ni uno uno ni lo otro.
Siempre me gustó pensar que el narrador de una ficción suele ser mucho más listo que el autor que la escribe, y ahora de algún modo lo confirmo. Si esta novela tiene algún mérito, es solo suyo; yo lo único que hice fue transcribir su relato.”