Comer pipas
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Miro el reloj en el móvil, y lo que me asombra no es que sean las cinco de la mañana, sino la temperatura: tres grados. Ahora entiendo por qué me dolía la cabeza.
Eso fue el sábado, o el viernes; no lo recuerdo.
Pero el tema con la cabeza sigue igual.
(y recuerdo que los tres grados al día siguiente o al otro fueron solo uno sobre cero)
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Hoy (martes) viaje relámpago a Madrid para una comida.
Llegué un poco tarde (a la comida). Pero nada grave.
O sí, la verdad que daba casi igual.
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Lección aprendida de hoy: siempre te reconocen por los méritos equivocados.
Segunda lección aprendida de hoy -bueno, miento, ésta ya la sabía-: se te reconoce lo que sirve al propósito de los demás. Dicho de otra manera: no se te reconoce la excelencia, sino la utilidad. Con la excelencia más bien sucede lo contrario: se suelen servir de ella para reprobarte.
Sucede, sin embargo, que esa utilidad (en algunos casos) es también generosa; así hoy.
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Al volver, leyendo en el AVE seguía con el martirio de la cabeza (y no era algo incapacitante, sino solo un indicio de la malicia del invierno, como si el mes de enero te hubiera lanzado un mal de ojo como advertencia).
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En los últimos días como muchas pipas cuando pienso, en la silenciosa madrugada fría.
Me gusta el crepitar de las cáscaras (pues a ese mismo rimo crepita mi pensamiento; creo).
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Leo a Kate Zambreno. Escribe en su libro Derivas que “nunca sé, cuando me siento a escribir, cómo replicar ese movimiento ni los descubrimientos que me vienen a la cabeza cuando divago. Cuando me siento a escribir, empiezo a desviarme hacia otro pensamiento completamente distinto”.
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Me gusta la repetición del clac-clac de las pipas, la belleza de ese ritmo implacable (que se amplia a cada onda concéntrica, una pipa repite a la pipa anterior y es preludio de la siguiente).
Simone Weil dice que la atención es oración.
(presto muchísima atención al ruido de las pipas: me embelesa)
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Una de estas noches (ya no sé cuál) soñé con alguien que se enojaba muchísimo por haber yo utilizado el guion en un diálogo y no la raya o el guion largo. Pensé: qué carajo.
Y, al despertar, me puse a ver los planos de la casa que el arquitecto Loos le hubo de construir a Tristan Tzara en París.
O a lo mejor sucedió todo en el mismo sueño; soñando que soñaba.
Quién sabe.
Lo único que puedo decir sobre este sueño es que ambos sucesos me inquietaban: algo no acaba de cuadrar del todo en ellos.
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Lo que es cierto es que ando muy atareado, trabajoso y ocupado en los últimos días.
Así hoy.
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Pero estoy feliz.
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Cuenta Kate Zambreno que ella lo único que hace (y puede) es seguir conexiones.
No es más que un intento.
Igual que hago yo cuando no paro de comer pipas, una detrás de otra, alargando la noche.
El matiz es que yo más que buscar conexiones trato de desligar la madeja de mi pensamiento: trato de aclararme conmigo mismo.
Pienso: mientras no se acabe la bolsa de pipas Grefusa todo irá bien.
El clac-clac de las pipas determina el espacio de mi pensamiento.
Es la melodía de mi desvelo.
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A Kate Zambreno salir a la calle, hacer fotos, le disminuye la inquietud por ver el mundo. A mí me sucede parecido con las pipas, que me provocan una suerte de ausencia de nerviosismo por saber más del mundo.
Cuando como pipas no quiero saber nada de los otros.
Contra el ritual vetusto de nuestras madres comiendo pipas a la puerta de la iglesia, charloteando y dejando pasar las horas (consumiéndolas), a mí me sucede que las pipas me amplían el tiempo: son la premonición de fructíferas conexiones entre mis recuerdos y mi pensamiento.
Y, sí, eso me hace feliz.
Muy feliz.