Bares razonablemente silenciosos
Es como que sabes que va a llover y tienes la ropa tendida, pero la dejas ahí. Ahí se queda. Y despiertas al día siguiente: y, efectivamente, ha llovido y está la ropa mojada y ahora qué.
Lo pensaba anoche, que iba a suceder, y sucedió.
Que se levantó la mañana en Barcelona con los suelos mojados, y yo húmedo con ellos y estaba (está) la ropa en el tendedero. Y la miro. Me mira la ropa, tiritando en el tendedero: Pepe, espabila.
Me sucede a veces, esto. Como que quieres que suceda. Que sabes que la ropa ha sido lavada, tendida, la lluvia la mojará y tú habrás de repetir el proceso nuevamente.
Son metáforas chuscas de la realidad cotidiana que evidencian un estado del alma. Metáforas de andar por casa que, no por ello, son menos evidentes.
Y la evidencia es que queda claro que necesitamos un poco (o un mucho) de vacaciones.
Este pasado fin de semana, por fin, tuve silencio. Apenas hice más que dormitar y ver algún contenido inane de Youtube. Y no me bastó con el sábado. Necesitaba también el domingo.
Igual que la ropa, que habrá de ser lavada dos veces, así yo este pasado fin de semana necesité el silencio del sábado y del domingo.
Igual es posible que estuviese callado durante 48 horas. Y es un milagro.
Porque venía de haber hablado mucho, demasiado. Y, así, la ropa tendida, mojada; trajinada en demasía.
Anoche estaba en un bar razonablemente silencioso. En una esquina del Eixample. En el bar había gente. Y en la calle había gente. Pero, sin embargo, todo estaba extrañamente silencioso. Eran poco más de las diez y media. Se podía leer con placidez. La gente hablaba como en susurros. En el bar no había música. Los camareros se desplazaban sigilosamente.
Estuve contemplando un ratito el cielo, pensando que la felicidad era parecido a eso: a un bar razonablemente silencioso, un bar donde pensar plácidamente en que al día siguiente la ropa tendida se te iba a mojar. Un bar terracero en el que, sentado, la brisa que anuncia la lluvia te rozase los pómulos graciosamente (y tú sin inmutarte).
Como quien dijese: se viene una pequeña tragedia, pero no importa. No me importa. Ahora estoy aquí, bien, tranquilo con mi silencio. Leyendo un libro.
Y sucedió tal que así.
*A DAY IN THE LIFE OF (José de Montfort)
Pepe, ¿cuál es tu día preferido de la semana?
Desde luego que el lunes, no. Los lunes lo paso mal, siempre. Me ponen triste, y melancólico. Y siempre pienso que hay una tragedia esperando a la vuelta de cada lunes (y es un alivio cada lunes, a la noche, cuando veo que se acaba el día). Comienzo a alegrarme los martes, con esa alegría tonta de quien sabe que aprobó un examen que le agobiaba (aunque es una sensación de haber aprobado con un cinquillo). Los jueves son el día que me gusta. Por su potencialidad y juventud, por su despreocupación. Siempre pasan cosas guays los jueves. Los jueves uno queda con los amigos, o va a una presentación, o tiene una cita. Son los diamantes en bruto de la semana. El viernes ya todo va de huida. Y el sábado y el domingo son días demasiado institucionalizados. Las cosas más divertidas e inesperadas siempre suceden los jueves. Todos los planes parecen siempre posibles ese día.
¿Te gustan los miércoles? ¿sí? ¿No? ¿Por qué?
Detesto los miércoles, como bien sabéis todos los que comparecéis aquí cada miércoles. Pero, sin embargo, con el correr de las semanas, si no están comenzando a gustarme, al menos se me están convirtiendo en días muy especiales, porque sé que estáis ahí al otro lado, y saberos ahí… es un gran consuelo y una enorme alegría.
*Un recuerdo: Tal día, como hoy, pero de 1906, nació Samuel Beckett.
Celebrémoslo con uno de sus poemas.
“Los huesos de eco”, que dice así:
“Asilo bajo mis huellas todo este día
sus sordas francachelas mientras la carne cae
hendiendo sin temor ni viento favorable
guantílopes del sentido y el absurdo transcurren
tomados por los gusanos por lo que en verdad son”