Bailas porque (todavía) no sabes gritar
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Ayer se hizo el silencio (en realidad no fue ayer, sino el lunes). O el silencio se hizo tormenta. O acaso el ruido se convirtió en atmósfera. La cuestión es que allí estaba en el balcón, viendo caer la lluvia y la amenaza de los rayos. Y había truenos tronando, tal y como se espera de ellos. Y yo había dormido mucho el día anterior, pero sin embargo seguía teniendo sueño.
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¿Es legitimo estar melancólico? Esto me lo estuve preguntando todo el día. Y más aún: ¿tiene uno derecho a estar melancólico cuando debe atender miles de solicitudes: el trabajo, los amigos, la novia, los hijos. ¿Tiene? Derecho
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No sé si la melancolía sabe de obligaciones (me temo que no)
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La nostalgia y el anhelo forman parte de la melancolía, pero no creo que sean su solo fundamento. Para mí, como para Goethe, es fundamento mayor de esta una voluntad expresiva, un querer expandir el sentimiento, una necesidad creativa que toma la forma del retiro (obligatorio; y uso el adjetivo con toda la intención) de lo mundano.
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Hay un poema de Juan Peña, incluido en su libro El último poema (Fundación José Manuel Lara, 2024) llamado “Mundos”, que dice así: “A qué buscar lejanos / mundos nuevos y extraños / si me extraño y me asombro de mí mismo / viajándome conmigo cada día. / Buscar qué lejanías, / si ya soy un abismo.”
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Y eso justo es lo que sentí el lunes (pero también el domingo, y el sábado, y seguramente su germen muchos días atrás): un sentir que me negaba la oportunidad de asombrarme de mí mismo y forzaba mi mirada a cantar laudes a la previsibilidad de los otros.
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Camila Fabbri (Buenos Aires, 1989) quedó finalista este año del Premio Herralde de Novela. Tenía el libro desde hace meses y nunca encontraba el momento para leerlo. Es su primera novela. Se llama La reina del baile.
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Me gustó mucho su anterior libro (de relatos): Los accidentes (Paripé Books, 2020). Y entrevisté a la autora en su momento.
(creo que nadie más la entrevistó por su primer libro; y creo que, desafortunadamente, la novela también pasó un poco -demasiado- desapercibida)
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Escribí entonces lo siguiente:
“Los relatos de Los accidentes beben de una poética de imágenes severas que funcionan al modo de los símbolos poéticos. Más o menos vienen a respetar esta secuencia: se produce un accidente y luego se establecen las hipótesis para cada una de las (posibles, futuribles) tragedias, que quedan en suspenso, congeladas en toda su potencialidad”
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En uno de los relatos de ese libro, titulado “Mi primer Hiroshima”, el narrador nos habla de la posibilidad del impacto, del descubrimiento de la tragedia.
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La reina del baile (Anagrama, 2024) respeta esa secuencia: el libro comienza con un accidente. La protagonista del libro, Paulina, se halla malherida adentro de su coche. Ve, delira y escucha, pero es incapaz de comunicarse, de moverse.
A partir de ese momento, volvemos hacia atrás en el tiempo.
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La reina del baile se gasta imágenes menos grotescas que Los accidentes, pero que, sin embargo, no escapan de la crueldad marca de la casa. Aquí también, igual que en los relatos, queda el desastre en potencialidad (empero también su reverso: la posibilidad -siempre postergada- de la dicha).
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Fabbri es menos metafórica aquí, menos simbólica, más carnal, se diría. Hay, no obstante, un doble plano de significación que se desliza sinuoso durante todo el libro y explota al final: la dualidad ser humano / animal que podría interpretarse en tanto que el raciocinio y el impulso y que se contrapone también con la dupla hombres/mujeres.
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La protagonista del libro, Paulina, tiene una sola amiga, Maite, que a su vez es compañera de oficina en su trabajo en una empresa de seguros. Y un perro (que es de su exnovio). Y, claro, un exnovio. Maite, por su parte, enarbola una ristra de relaciones fallidas. Y tiene un padre (viejo, pero con bastante cabello, “aunque sea un octogenario, como les pasa a los hombres del rock”, nos dice la narradora). Un padre solo que no hace sino amplificar la soledad de la hija.
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El gran tema del libro es el silencio, y el ruido. El demasiado silencio que es el obsequio envenenado que le da la vida a la narradora y el ruido, el ruido que estalla en su cabeza. Ello provoca en Paulina una extrema consciencia de su propia desazón, de la impiedad del mundo y toma la forma externa de la maldad cruel (en sus palabras, en sus gestos, en sus acciones).
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Así, la novela cuestiona dos puntos: a) ¿de qué forma es posible recuperar la intimidad cuando esta se ha hecho trizas? y b) ¿cómo creer en la mera interlocución (en la íntima esperanza de que haya alguien, aunque sea una sola persona, a la escucha)?
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Con ello, propende a la indolencia (de los personajes, no del estilo). Se expresa esto muy bien cuando en la pág 92 nos dice la narradora refiriéndose a ella y a su amiga que “somos unas falsas Thelma y Louise, no tenemos estilo ni coraje, pero estamos sin hombres y huimos”.
Se apunta, así, la historia cuasisecreta del libro: el omnímodo poder del reloj biológico. Ambas amigas están acercándose peligrosamente a los cuarenta, y saben que, como vulgarmente se dice, se les está pasando el arroz. Esa febril consciencia, esa atribulada lucidez les llena la cabeza de ruido.
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Todo ello se evidencia con uno de los pocos símbolos que atraviesan el libro: la voz, el reconocimiento de la voz, la recuperación de la voz íntima, en su insólita desnudez. Esa voz que es capaz de aullar, de enloquecer, de entenderse con lo más animal del mundo.
Esa voz que, ante la indelicadeza, ante el vértigo de la existencia opone el alarido, la insensatez de un grito bien pegado, que obligue al mundo a descarrillar frente a nosotros, y a permitirnos que rehagamos juntos el camino de nuevo.
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Eso mismo he sentido estos días, esa pulsión por el grito, por el puño encima de la mesa, por el decir, igual que dicen (o sueñan decir, o desean decir) las protagonistas de La reina del baile: “mira, ya está bien; hasta aquí hemos llegado”. Para así, acto seguido, poder reconstruir el mundo, mi mundo. Y poder saber, de nuevo.
Lo expresa muy bien Juan Peña en su poema “Sapiens” cuando dice que “Cuanto puedo saber / yo no lo sé, / lo sabe el corazón, / la piel, las vísceras, / que nada saben. / Yo no lo sé”.
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Ese saber, pues, que se (de)construye con el grito y se (re)construye con el baile.