A Chagall le asombra seguir viviendo
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Y es que quizá solo creemos verdadera y vivamente en lo que nos asombra. Es lo que le pasaba a Chagall. Y es lo que me ha pasado a mí antes, hace un rato, mientras estaba recogiendo la ropa tendida y he visto desfallecer de mis manos una perfecta camisa blanca que, en la oscuridad refulgía, cayendo a la amargura del patio de luces de mi vecina; como en ese verso de Joan Vinyoli que dice así: “fulgura mi silencio en aullidos”.
Aullando estaba la camisa en un silencio roto, en su caída pulcra.
Y yo, entretanto, pensaba menos en la pérdida que en el asombro del vuelo, pensaba menos en tener que comprar una camisa nueva que en la vida nueva de la camisa.
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“A Chagall le asombra seguir viviendo” es el verso que cierra el poema “Retrato” escrito en octubre de 1913 por Blais Cendrars en honor de Marc Chagall.
Lo cuenta André Pieyre de Mandiargues en un delicioso libro que acaba de publicar la editorial Elba, y que lleva justo por título el nombre del pintor: Chagall.
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El libro forma parte de una serie de publicaciones (breves monografías) que el galerista Aimé Maegh puso en marcha en los años sesenta y que acostumbraban a publicarse simultáneamente en francés, inglés y alemán (alguna vez también en español) y contaban con una amplia difusión en librerías. La idea era muy sencilla: buscar la mirada de un poeta (en detrimento de la de un historiador del arte) para así “aunar dos artistas del mismo calibre”, cuenta Jean Frémon en el prólogo del libro.
Así, más que análisis racionales, se buscaban textos inspirados.
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Lo que hace aquí el bueno de André es buscar las filiaciones poéticas de Chagall. Por ejemplo, nos dice sobre su compartida voluntad vanguardista con Apollinaire que ambos “van a lo nuevo como los peces vivos al agua”.
Hay un verso de Paul Éluard en uno de sus poemas dedicados a Chagall que dice así “Hago girar la tierra en torno a tu placer / mi jardín se aureola en torno a tu rostro / y somos los primeros en soñar que volamos / juntos y el universo / nos sigue como un corcho sigue al pez capturado / pero sin que la luz sufra por ello”.
Pues sí, ya veis que la cosa va de peces.
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Pero se han de establecer barreras: contra la magia de los surrealistas, Chagall interponía la mística. Con ello, se convierte en el pintor del amor. Una suerte de, como dice el autor del libro (no repito su nombre que es muy largo), “un naciente perpetuo”. Pero, claro, qué es sino asombrarse continuamente, qué si no produce la perplejidad de una constante mirada nueva. Y de esa mirada nueva, necesariamente, se continua el imperioso furor amatorio que empuja la vida y que, a ratos, muda a bestialidad erótica.
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El tiempo es ambiguo en la obra de Marc Chagall, precursor del surrealismo. Una suerte de visión alquímica del universo (involuntaria, empero; inconsciente, empero).
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Escribe el autor de esta breve monografía (el francés de nombre larguísimo) que Marc Chagall es el pintor titular de la era de Acuario y ya aquí el hombre parece que desvaría un poco.
Ya anota el autor de este libro (el francés de nombre larguísimo) que un tal Félix Fénéon le ha afeado sus bravuconadas (o exégesis libertinas y rimbombantes), así que tampoco tomaremos muy en cuenta esto último de la era de Acuario (se sabe que, en ocasiones, los poetas se pasan de frenada):
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Así que volvamos al asombro de la camisa caída.
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El caso es que volvía esta tarde corriendo de una cita. Y acto seguido: hacer la cena, recoger y fregar la vajilla, las lavadoras; bueno, ya sabéis: todo eso.
Y, lo siguiente: recoger la ropa tendida en el tendedero del patio de luces.
Y aquí es donde quiero llegar: a ese momento en el que, en medio justo de la faena, una ocupación, el trabajo, con la máxima concentración rutinaria, aparece un momento fugaz que quiebra el orden de las cosas y libera la materia. Esa alquimia rara, como la que sucede en los cuadros de Chagall.
Lo que os quiero decir es que sin ocupación no hay perplejidad, que sin alboroto no hay paz, que si quieres de verdad verte sorprendido por la vida no puedes estar alelado, sino más bien siempre atareado. Atareado, eso sí, en descubrir esa franja mínima, esa esquirla que destruye la (falsa) armonía del orden.
O sea, que has de estar muy pero que muy atento.